El camino va primero de este a oeste y a unos cincuenta kilómetros de la costa desciende ya en dirección suroeste hasta, tras una serie infinita de reviros totales, perder suficiente altura para llegar a la costa con el sol del atardecer cegando la vista y ya sobre la misma línea de mar se toma el camino sur, quebrado, de la costa de este camino solitario ⎯solitario aunque te cruces con un viejo, destartalado coche que arrastra ruidosamente sin importarle lo más mínimo su parachoques, que sube solo con el conductor y que tres horas más tarde te adelanta con dos acompañantes y aún una hora después vuelve a cruzarse contigo llevando a alguien, que no eran los dos de la vez anterior e incluso con otro conductor al volante; solitario aunque cada veinte kilómetros más o menos, en esta costa desértica y arañada haya un pequeño poblado del que solo se ven las casas y no las gentes, que no se sabe de qué viven⎯ en el que si eres un ingenuo llegas a considerarte audaz, aunque en realidad no sea sino un tierno espejismo de vanidad, porque lo cierto es que antes o después y por muy despacio que vayas, al fin un pueblo con gasolinera, teléfono público, panadería y hasta señales de tráfico te recuerda que no, que ya no hay soledad posible fuera de los espacios marcados en el mapa.