Me detuve en seco y volví la cabeza, sintiendo que entonces o nunca la dignidad del Hombre y la libertad del Individuo debían hacerse valer. A ella le dije simplemente: «Gracias, gracias», besando mi mano al hablar; luego, clavando mis ojos en el idiota que estaba a su vera, mascullé con los dientes apretados:

-¡Volveremos a encontrarnos, capitán!

-Seguro, Tubbs, así lo espero -dijo el pedazo de alcornoque-; la cena es a las seis en punto, no lo olvide.

Un gélido estremecimiento recorrió mi cuerpo: había hecho mi gran esfuerzo, y había fracasado. Me eché de nuevo la cámara al hombro y reanudé, taciturno, mi camino.

Apenas había avanzado un trecho cuando volví de nuevo a mi ser natural; sus ojos, lo sabía, estaban fijos en mí, y una vez más volví a caminar con pasos elásticos. ¿Qué me importaba, en ese momento, la tribu entera de los capitanes? ¿Podrían turbar mi ecuanimidad?

La colina se encontraba a una milla de la casa, y, cuando subí a ella, estaba cansado y sin aliento. Me animaba, sin embargo, el recuerdo de Amelia. Elegí el mejor punto de vista para fotografiar la cabaña, de modo que en la imagen aparecieran un labriego y una vaca. Exhalé un suspiro mirando hacia la lejana villa y, al tiempo que musitaba: «¡Amelia, es para ti!», quité la tapa del objetivo; un minuto y cuarenta segundos después, la volví a colocar:

-¡Ya está! –grité con incontrolable excitación- ¡Amelia, tu eres mi musa!

Impaciente, tembloroso, cubrí mi cabeza con la capota y empecé a revelar la placa. Los árboles, algo borrosos. Bueno, el viento los había agitado un poco. ¿Y el labriego? Bien, se había movido uno o dos pasos, y era imposible determinar cuantos brazos y piernas poseía. ¡No importa! Considerémoslo una araña, un ciempiés, cualquier cosa… ¿Y la vaca? Debía confesar, a regañadientes, que la vaca tenía tres cabezas; y reconocí que dicho animal podía ser curioso, pero no decorativo. Sin embargo, la cabaña no había salido mal; su chimenea no dejaba nada que desear… Y, «habiendo cumplido mi misión», me dije, «Amelia será…».