La inesperada felicidad de aquel momento casi me aturdió; las lágrimas arrasaron mis ojos al pensar: «¡El deseo de una Vida se ha cumplido! ¡Fotografiaré a una Amelia!» Habría caído de rodillas para darle las gracias si el mantel de la mesa no se hubiera interpuesto en mi camino y si no ignorara lo difícil recobrar, después de arrodillado, la posición vertical.

Sin embargo, creí vislumbrar una oportunidad, al final de la comida, para dar rienda suelta a mis sobreexcitados sentimientos: me volví hacia Amelia, que estaba sentada junto a mí, y, apenas acababa de pronunciar las palabras «late en este pecho un corazón», cuando un silencio general me obligó a dejar la frase sin concluir. Con la más admirable presencia de ánimo, ella dijo:

-¿Querría usted un poco más de tarta, mister Tubbs? Capitán Flanaghan, ¿podría hacerme el favor de cortar un poco de tarta para mister Tubbs?

-Eso está hecho –dijo el capitán, metiendo casi su cabezota en la tarta-. ¿Le largo el plato, Mely?.

-¡No, señor! –le interrumpí con una mirada que debería haberle fulminado./p>

Pero él se limitó a hacer una mueca, y dijo:

-No sea tímido, Tubbs, amigo mío: seguro que hay más tarta en la despensa.

Amelia estaba mirándome con ansiedad; de modo que hube de tragarme la rabia… y la tarta.

Terminado el almuerzo, y después de recibir instrucciones para encontrar la cabaña, agregué a mi cámara la capota destinada a revelar fotografías en el campo, me la eché al hombro y empecé a caminar hacia la colina que me habían indicado.

Miss Amelia estaba sentada en la ventana, haciendo sus labores, cuando yo pasé con la maquinita; el estúpido irlandés se hallaba a su lado. Como respuesta a mi mirada de afecto imperecedero, ella dijo, solícita:

-Creo que eso es excesivamente pesado para usted, mister Tubbs, ¿no quiere usted que se lo lleve un criado?

-¿O un burro? –se chanceó el capitán.