En ese instante mi soliloquio fue interrumpido por una palmada en el hombro, más perentoria que insinuante. Saqué la cabeza de la capota (¿necesito decir con qué sosegada dignidad?) y miré al desconocido. Era un hombre macizo, toscamente ataviado, de expresión repulsiva, y llevaba una paja entre los labios. Su acompañante lo sobrepasaba en tales cualidades.

-Joven –comenzó el primero-, usté se ha pasao, conque o se larga o no le va a quedar un hueso sano.

Me parece gratuito decir que no hice caso de su advertencia, y que, tomando el frasco de hiposulfito de sodio, empecé a fijar la fotografía; el hombre intentó detenerme; me resistí: el negativo cayó al suelo y se rompió. No recuerdo nada más, salvo que tengo una vaga idea de que golpeé a alguien.

Si, en lo que te acabo de leer, puedes encontrar algo que te explique mi situación actual, te agradeceré que lo hagas; pero, como te indiqué antes, todo lo que puedo decirte es que estoy dolorido y tembloroso, y entumecido, y magullado, y que no tengo ni la más remota idea de cómo sucedió.