Una foto, un rincón, un universo, un alma.

 

   © Fotos: Humberto Ybarra, Texto: Álvaro Sánchez León

Hay cosas que se llevan dentro. No se aprenden en las academias, ni en los tutoriales aunque surjan del talento y se perfeccionen con la pericia de la perseverancia. Dentro de Humberto Ybarra se fraguó un fotógrafo sin escuela que mamó en casa el interés por el arte. De contemplar la belleza en los museos y de valorar la delicadeza del lenguaje artístico, la semilla fue levantando un retratista de paisajes que descubrió el don cuando le dio al clic. Una foto. Un rincón. Un universo. Un alma. Indiscutiblemente único.

Si Antonio Machado fuera un fotógrafo andaluz sería la obra de Ybarra. Real. Poético. Biógrafo de topografías que nunca serán escenarios canónicos, pero ya se han convertido en obras de arte mayúsculas, porque el ojo de un audaz ha travestido con acierto el pasto en joya, el trigo seco en oro, la cuadra decadente en espacio de recreo del buen gusto, el ciclo gris en esperanza en depresión, el árbol seco en metáfora frondosa y fotografías en ventanas a la España quieta, sola, minimalista y de verdad desde las que se oven los grillos, el tractor, las voces rudas, los bichos libres y los vuelos largos que no se respiran en la ciudad. Ni en Instagram.

Lo pare sin intención discursiva empujado por la tiranía estética que le late dentro. Me consta. Y, aun así, Humberto Ybarra es la versión fotogénica de todos los caminos de Machado, con quien comparte cuna sevillana. Es la estampa bidimensional del “se hace camino al andar" y del Yo voy soñando cominos. Y la ilustración con luz de todas las soledades del poeta. Es una vocación fotográfica tardía que despunta en los 90 y se convierte en pasión dominante en 2009. Ha hecho retratos, bodegones y fotografías conceptuales, pero su veta paisajística que germinó en 2018 ha acabado por dar sombra a todo este vergel. Es su cosecha propia con denominación de origen: las tierras de labor cotidianas con sabor a cardo convertidas en potente imán para las vistas sedientas de discreta hermosura extraordinaria. Soledad. Paz. Ascética y mística serena. Calor. Misterio. Silencio. Voces muy Iejanas y secundarias. Ubicaciones anónimas. Aperos que runrunean con un ápice de viento. Animales que campan marginales y ni siquiera entran en escena, pero están ahí. Se intuye. En primer plano, el encanto de la rutina a donde no han llegado los selfies, porque aterrizar hasta este encuadre exige salir de la comodidad, bajarse del coche, pisar el terreno, cruzar las vallas, arremangar el objetivo y meterse en la arena de las plantas socas sudando el atrevimiento.

Todo el arte y todas las pinturas bebidas en su historia-niño, adolescente, juventud y madurez han dado a luz al fotógrafo de la piel fina en mitad del esparto, del olor a manzanilla en medio de un mar de arenosa sequedad, del cante jondo entre los suspiros del campo humilde que añora nuestra generación. Vida ordinaria extraordinaria. Elocuente silencio. Espiral de quietud. Raíces de nuestros padres. Caminos sencillos y divinos que arañan la tierra. El placer de un pedazo de paraíso sin los filtros de un disfraz lo plasma siempre mejor una buena persona.