Una excursión fotográfica

de Lewis Carroll



Estoy dolorido y tembloroso, y entumecido, y magullado. Ya te he dicho muchas veces que no tengo la menor idea de cómo sucedió, y es inútil que me importunes con más preguntas sobre el tema. Naturalmente, si así lo deseas, puedo leerte un extracto de mi diario en el que se da una relación completa de los acontecimientos de ayer; pero, si esperas encontrar en él la clave del misterio, me temo que estás predestinado a llevarte una desilusión.

23 de agosto, martes

Se dice que los fotógrafos somos, en el mejor de los casos, una raza de ciegos; que hemos aprendido a mirar incluso los rostros más bellos como si fueran tan sólo luces y sombras; que rara vez sabemos admirar y que somos capaces de amar. Este es un error que desde hace tiempo quiero disipar. Si al menos pudiera encontrar una joven a quien fotografiar, que diese vida a mi ideal de belleza, y, sobre todo, si se llamara… (¿por qué, me pregunto, el nombre de Amelia me hechiza más que cualquier otra palabra del idioma inglés?), estoy seguro de que podría desembarazarme de este frío, filosófico letargo.

Al fin, la ocasión ha llegado. Esta misma tarde me topé en Haymarket con el joven Harry Glover.

-¡Tubbs! –gritó palmeándome familiarmente la espalda-. Mi tío quiere que vayas mañana a su casa de campo, con cámara y todo.

- Pero yo no conozco a tu tío –repliqué con mi cautela característica. (N.B. Si tengo alguna virtud, es una sosegada y caballerosa cautela.)

-No importa, muchacho, él lo sabe todo acerca de ti. Sal mañana en el primer tren y llévate tu colección completa de frascos; te encontrarás montones de rostros y podrás sacarlos hechos unos adefesios, y…

-No puedo ir -dije con cierta aspereza, porque me alarmaba la índole de la tarea y deseaba además cortarlo en seco, pues tengo una decidida aversión al empleo del lenguaje vulgar en las vías públicas.