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Me han dicho que eres bueno.
Ahora no, estoy tomando un trago, déjalo.
Me han dicho que eres bueno, pero veo que, además, eres un cobarde.
Ya te he dicho que estoy tomando, dejémoslo para otra vez.
Además de cobarde, éste es un hijo de puta.

El padre de Santiago entonces, sin perder la calma, pedía la cuenta, pagaba y decía: vamos fuera, nunca me pego dentro del bar. Tenía maneras. Ya en la calle, le bastaba un solo guantazo para dejar tumbado en el suelo, escupiendo sangre, al que había mentado a su madre. La gente lo jaleaba esperando que siguiese la diversión y si su hijo lo veía entonces le preguntaba por qué paraba y él le respondía que ya está en el suelo, ahora hay que dejarlo. De esto Santiago aprendió dos cosas, que nunca se debe dejar una pelea por miedo (como seas pendejo, salgo de mi tumba y el guantazo te lo doy yo, le advirtió una vez su padre) y que cuando se ha tumbado a alguien es el momento de dejarlo. Dos estelas bien gravadas en su cielo.

Hace poco un taxista joven y fanfarrón se empeñó en sacudir a Santiago. Pese a que se veía flojo y viejo, Santiago recordaba la estela que de niño grabó viendo a su padre, y temiendo más el guantazo del padre, bajó del taxi y, dispuesto a dar la cara, decidió tomar ventaja provocando a su adversario.
Eres un hijo de puta que sólo sabe usar las manos para meneársela. El joven fanfarrón se abalanzó con furia, Santiago lo esquivó y le arreó un buen rodillazo en los huevos, lo dejó tumbado y se fue.
Pero antes, cuando era el Loco, ya vivía leyendo en el cielo lo que su padre le había enseñado. Los escasos minutos en los que el Loco salió al terreno de juego, le bastaron para forjarse una fama y un apodo. De todas formas, la gloria del Loco duró poco, porque el entrenador lo expulsó en la segunda temporada por llegar a los entrenamientos siempre soplado, siempre repitiendo el guión escrito cuando era un meteoro. El Loco también aprendió esto de su padre, ríe ahora Santiago. A los pocos días, el Loco se dirigió a la casa del entrenador, tocó a la puerta y en cuanto ésta se abrió le soltó un guantazo. Cosas de juventud, así soy yo, se justifica Santiago. La federación lo inhabilitó de por vida, como había hecho años atrás con su padre, también portero de fútbol, por agredir a un árbitro. El padre, forjador del alma. De su padre también aprendió Santiago los malos hábitos con las mujeres.

Casado cuatro veces, las cuatro lo echaron por mujeriego. Santiago recuerda ir con su madre por la calle de compras, todavía un niño, y al ver al otro lado de la calle a su padre con una mujer bajo cada brazo, decirle a su madre, que hacía ademán de pasar de largo, mamá, mamá, ¿es que no vamos a saludar a papá? Déjalo, que ahora está ocupado.

En casa venían luego los gritos y los reproches, que su padre escuchaba mientras se limpiaba las uñas con una navaja. Cuando la madre paraba, su padre le preguntaba: ¿has terminado?, entonces se levantaba y se iba. Santiago se ha llevado bien con sus cuatro mujeres, a todas las ha querido, a todas las aprecia y a todas les pasa casi siempre la pensión. Una vez incluso llevó a las cuatro a pasar el día a la playa. Su madre desespera, eres como tu padre, le dice. Su padre vive ahora con una cincuentona y, aunque reconoce que ya no se le levanta como antes, asegura que todavía se defiende.

Santiago hace ahora progresos con una chiquita de 21 años. Es ella la que al principio mostró interés por él; después del último fracaso matrimonial, Santiago esperó un mes y se aproximó a ella. Quedaron unas cuantas veces y ella le planteó abiertamente iniciar una relación. Santiago la esquivó. Pero mi niña, yo podía ser tu padre y esto no lo verían bien los tuyos. La niñita decidió entonces aclarar las cosas con sus padres, les dijo que lo quería, pero ellos se opusieron.

Lo que digan tus padres yo lo entiendo, le dijo Santiago al día siguiente mientras cenaban en la cafetería de un hotel. Pero yo te quiero, esperemos un año y hablaré de nuevo con mis padres. Me parece bien, y mientras tanto podemos ir conociéndonos, descubriendo si yo te agrado y si tú me agradas, si yo ronco y si tú roncas. De acuerdo. Podemos empezar ahora mismo y comprobar lo de los ronquidos. No, eso no lo vamos a comprobar ahora. ¿Porqué no? Si vamos ahora al hotel, dejaremos la cama sin saber si el otro ronca. Santiago sonrió, pidió la cuenta y los dos se fueron del brazo hacia la recepción, sus ojos de niño contemplando admirado cómo su alma de adulto seguía fiel a lo que un día, inocente aprendió como juego.

©Manuel Bayo