_________________________________________________________________________________________________
37
© Pepa de Rivera
Piel de Bronce
Fotos: ©Pepa de Rivera
Textos: Manuel Bayo y Karin Agustin
Los niños son como meteoros que escriben en el cielo. Miran siempre hacia delante, porque todo lo que les interesa está delante de ellos, y dejan tras de sí un trazo incandescente en el que los adultos creemos ver nuestros deseos. Pero ese trazo, deberíamos saberlo, es en realidad las huellas que en ellos dejan todo lo que van encontrando con sus enormes ojos abiertos. Eso que creemos que son nuestros deseos, son en gran medida en realidad las cicatrices que nuestras miserias de adultos dejan en su alma anhelante, abierta, confiada. Un adulto es, en cierto sentido, un par de ojos enfermos que ya apenas registran nada, que transitan una y otra vez la escritura que, cuando eran meteoros, dejaron escrita en el cielo. Santiago, pasados ya los cincuenta, sigue leyendo en la estela que grabó de niño.

Santiago es taxista, amable, peleón. Al menos eso es lo que él dice. De siete hermanos él es el que más se parece al padre en el carácter y el que menos en su físico: Santiago es de estatura normal y su padre un gigante, con manos como mazas. Santiago tiene 54 años, así que podemos imaginar que el gigantón rondará los ochenta. Lo que tiene de peleón, lo ha aprendido del padre; lo de putero, también: fue un meteoro escribiendo en el cielo. Cuando Santiago tenía 17 años fue contratado como portero suplente del Herediano, equipo de fútbol de primera división. Le llamaban el Loco por su forma agresiva de comportarse en el campo, de lanzarse a por la pelota con la rodilla siempre hacia fuera. Era, sin embargo, de maneras elegantes en la trifulca, que también heredó de su padre, que las tardes las solía pasar bebiendo tragos apoyado sobre la barra de un bar. A menudo entraban a provocarle marrulleros atraídos por su fama de pegador.