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Es posible entonces que el tiempo haya decantado las cosas, me haya dado al fin algo de criterio, me esté dejando distinguir, a mi antojo, lo rancio de lo propio y aprenda a querer, al menos en algo, lo propio. Así, quemando kilómetros en mi VW, mi furgoneta del pueblo, bañando en ríos, durmiendo al pie de las carreteras, paseé mi añoranza por esa Grecia no monumental y compartí espacio en esta piel algo más vieja con un niño nunca muerto y siempre querido, de calzón corto y sensibilidad intacta, inmensa: el primero, el mayor, conducía y aprendía; el segundo, el niño que ya no quiero que se vaya, palpitaba. Y el niño lloraba al ver esas pequeñas iglesias, templos, catedrales minúsculas de cuneta que superaban por persistentes, orgullosas y espectaculares a la cruz y flor de la cuneta española.


Estos templos, de metal o de obra, envejecen como lo hacemos nosotros, con una equivalencia tan evidente que hace envejecer a la muerte, que se aparece así, en estos casos, como otra cicatriz de sutura áspera, tras la que el proceso iniciado con la vida se continúa tranquilamente tras esa muerte súbita e inesperada. Cada templo viejo nos trasladaba a una de aquellas carreteras con las que el niño que me acompañaba se siente tan familiarizado, carreteras de antaño, en las que murió un joven que ahora sería un viejo, como su templo; o un niño como este mío, que ahora sería adulto como lo soy yo. Y el templo, aquel accidente y aquella muerte nos comunican, mejor que nada, a mi niño y a mí.


Más recientemente he encontrado algo similar, de nuevo en tierras mediterráneas, en un antiguo estado yugoeslavo. Y el niño, que no se ha ido, no debía haberlo visto: esta vez la muerte era de bala, cruel y absurda, mala. El niño sufrió. Ojalá y no hubiera visto nada.