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En mis recuerdos, la muerte era más humana en la carretera. Te llevaba, sí, pero te cedía entonces un terrenito en usufructo, una parcelita regada de tu sangre, en la que descansar tu memoria; una puerta a las que tus familiares podían siempre asomarse y gritarte —y gritar a todos— que aquí vives, aquí se te recuerda, se te llora y se te quiere.



Recuerdo mis sentimientos de niño afectado cada vez que veía una cruz con flores en la cuneta, que eran de lástima si se veían frescas, de olvido si eran viejas. Y siempre una inquietud y una pena con las que me encontraba a gusto, al imaginar la fatalidad que irrumpía en quién, infeliz, esperaba encontrarse un poco más tarde con su madre, su novio, sus hijos o sus amigos; de quién aquella mañana se ponía los calcetines al pie de la cama haciendo repaso de la jornada que empezaba, esperando una noche que —¡que pena, no sabía! — no llegaría.



Con los años nos desarrollamos, yo al menos, y esas cruces eran ya señas de un pueblo superado, de una religiosidad rancia; un pasado demasiado cercano que nos obligó un poco más tarde a presentarnos con calzón corto a nuestros nuevos compañeros, modernos, sofisticados, adinerados, esos que ahora suturaban el estrecho que separaba Europa de África, lo moderno del subdesarrollo, con la cicatriz mal curada del Pirineo.