© Guillermo Labarca
“Solo el necio confunde valor y precio”, dice Antonio Machado retomando a Quevedo. Ya Aristóteles distinguía ambos conceptos, pero hoy tanto en la fotografía como en tantos ámbitos, hay una tendencia a eliminar el valor y a quedarnos sólo con el precio, pasando este a reemplazar cualidades, virtudes, convicciones, intereses, etc.
Para clarificar, el precio de algo (en este caso de la fotografía y también del grabado) lo pone el mercado, los mecanismos y sus desviaciones son conocidos por la economía; el valor es algo más complejo, depende de voluntades, apreciaciones, efectos emocionales o de conocimiento los que tienen una alta carga de subjetividad. Si nos detenemos en una fotografía de un autor conocido, digamos Ansel Adams o Koudelka (que me gusta más) o el que sea. Esquemáticamente el precio de sus fotografías estará determinado por la cantidad disponible y por la disposición a comprar, así como de la pericia de sus representantes comerciales para fijar un precio. El valor de la misma foto dependerá de la capacidad de la imagen de trasmitir emociones, informaciones, de revelar verdades sobre la realidad y, al mismo tiempo, de la madurez de quienes la vean para comprender, leer, recibir el mensaje. El valor de la foto no depende de la cantidad de ejemplares disponibles, lo mismo vale para el grabado. Una de las cualidades de la fotografía es su reproductibilidad, se puede hacer un número elevadísimo de copias, todas iguales, antes que el negativo, la plancha de grabados o incluso el archivo original se deteriore. Cada una de las copias conseguidas, si se mantienen los procedimientos y los materiales, son equivalentes y, en consecuencia, trasmiten el mismo mensaje. Esto es algo que facilita la difusión de los valores que expresa la imagen y la pone al alcance de mucha gente, pero dificulta que los autores puedan ganarse la vida vendiendo fotos. Esta cualidad baja los precios, si se hacen muchas copias de cada imagen. Por ello tanto fotógrafos como artistas grabadores restringen el número de copias para conseguir precios más altos. A lo largo de la historia una de las características de las obras de arte era la de ser únicas, sólo había un ejemplar de cada una, de ahí es que no hubiera distorsión entre valor y precio, ya el grabado introdujo una variación al abrir la posibilidad de su reproducción en grandes cantidades, cualidad que se da en la fotografía desde el inicio de ella. Cuando los fotógrafos restringen el número de copias tratan de que las fotografías adquieran esa cualidad de ser piezas únicas o al menos muy escasas. Esa estrategia es legítima para quien quiere vivir de la fotografía, pero genera un problema y es el de atribuirle a las imágenes un valor derivado de su precio. Sin considerar las fotografías comerciales, como son las encomendadas por la publicidad, la moda u otras realizadas por encargo, los compradores de arte, lo que vale para los compradores de fotografías, consideran el precio actual y futuro de las obras. Esperan que lo que están comprando ahora genere plus valía con el paso del tiempo. De esta manera se va confundiendo el valor de una fotografía o más bien, de su autor con los precios que obtiene. Que es lo que ocurre, también, con otras expresiones artísticas. Esto lleva a peguntarnos ¿qué ocurriría si se desarrollaran técnicas de reproducción de objetos en tres dimensiones que nos permitieran fabricar Vermeers o Giocondas indistinguibles de los originales? (Y parece que no estamos lejos de ello). Es decir, ¿si la cualidad de obra de arte no esté en que sea única sino en su mensaje? No sabemos lo que pueda pasar, pero si contribuye a separar precio y valor del arte bienvenida sea.